domingo, octubre 02, 2005

¿Fue un sueño?

¡Siempre la amé con locura! Para mí era la única mujer en el mundo, el único pensamiento que tuvo mi corazón desde que la conocí, y todo el tiempo que vivimos juntos gozamos la dicha inmensa de la fidelidad, del amor incondicional.

Un día ella se murió, se fue para siempre de la tierra de los hombres. Quedé completamente indefenso cuando falleció.

Recuerdo que, la última vez que la vi, ella estaba afuera y regresó a la casa completamente mojada por el aguacero. Al amanecer se convulsionaba por la tos y la fiebre. Así permaneció durante una semana insufrible. Los médicos que la habían visitado no solucionaron nada, escribieron sus recetas y se fueron muy tranquilos. Sólo me quedaron en la memoria aquellos terribles suspiros de agonía; después, la imagen del ataúd y el sonido infernal que hicieron al clavar la tapa para enterrarla en ese hoyo oscuro.

Mi amor más grande fue sepultado bajo la tierra, apresado en una fosa. no lo pude soportar y di un gran viaje por Europa para olvidarme de ella.

Ayer mismo he vuelto de París, otra vez estoy en nuestro cuarto, nuestra cama. La nostalgia me invadió y me impulsó a abrir las ventanas y arrojarme al vacío, pero no lo hice, mi cobardía me lo impidió; simplemente me torturé con los recuerdos de mi querida y decidí salir de mi casa para despejar la mente.

Cuando salía, crucé por el inmenso espejo del pasillo que ella había mandado colgar ahí donde estaba. Me quedé inmovil observando el espejo, comencé a delirar sobre el reflejo de mi amada en el cristal, estaba seguro de que éste la había atrapado. Alargué la mano para tocarlo, ¡estaba muy frío! Salí corriendo de la casa como un zombi y sin quererlo me dirigí hasta el cementerio. Caminé hasta una tumba que tenía una cruz de mármol blanco, en la que se leía esta inscripción:

Amó, fue amada y falleció

¡Ella estaba debajo de esa lápida, en su ataúd, pudriéndose! Comencé a llorar con el cuerpo vencido y la frente apoyada sobre la tierra. Cuando me di cuenta, ya era de noche. Decidí que me quedaría a dormir sobre su sepulcro, pero no quise que los guardias del cementerio me vieran y fui a esconderme en aquella ciudad de los muertos. No podía ver nada. Caminaba sobre generaciones y generaciones de difuntos. La tierra se los había tragado para que los vivos los olvidáramos. Llegué al final del cementerio y comprendí que estaba en la zona más antigua, donde los muertos llevaban más de cien años y seguramente ya eran tierra y nada más; incluso las cruces de madera de sus tumbas estaban podridas. El lugar estaba rodeado de altos y tétricos cipreces... ¡Oh amargo y bello jardín abonado con carne humana!

Estaba completamente solo y me acurruqué debajo de un horrible árbol, al cuidado de sus ramas sombrías; ahí me quedé, hasta que la oscuridad fue total en medio de la tierra donde los muertos son los dueños. Comencé a buscar el sepulcro de mi amada, pues ya los guardias debían haberse ido, pero me fue imposible hallarlo. Avanzaba a tientas con los brasos erguidos y tensos. Toqué una inmensa cantidad de lápidas y cruces, podía leer las inscripciones con las yemas de los dedos... ¡Ah, noche horrible! ¡No podía encontrarla a pesar de mis esfuerzos!

Estaba aterrorizado, horriblemente angustiado por la oscuridad y los sepulcros, ¡miles de sepulcros! Me senté sobre uno, pues ya estaba cansado. Pude escuchar los latidos de mi corazón. ¡Pero escuché algo más! Un ruido extraño, nebuloso. ¡Acaso surgía de la tierra sembrada con cadáveres humanos? Fui dominado por un terror paralizante, helado por el pánico me convencí de que mi hora había llegado. Me pareció que la lápida de mármil sobre la que estaba sentado comenzaba a moverse. ¡Sí, se movía, o era una alucinación! Di un gran salto y pude ver con toda claridad cómo la lápida era levantada por un muerto. Lo contemplé nítidamente, a pesar de la noche oscura, pues el espectro estaba rodeado por una especie de fosforescencia. En la inscripción de su cruz estaba escrito:

Aquí fue sepultado Jacques Olivant, que falleció a la edad de cincuenta y un años. Amó a toda su familia, fue bondadoso y honrado. Murió en la gracia de Dios.

El esqueleto leía su inscripción y agarró una piedra del suelo, que le sirvió para borrar las letras talladas. Las vacías cuencas de su calavera no perdían detalle de su trabajo y, sirviéndose de la punta del hueso de lo que había sido un dedo, escribió con letras fosforescentes:

Aquí fue sepultado Jacques Olivant, que falleció a la edad de cincuenta y un años. Asesinó a su padre a disgustos, porque quería heredar su fortina; sometió a tortura a su mujer y a sus hijos; se burló de sus vecinos, robó todo lo que pudo y falleció en pecado mortal.

El muerto se quedó inmóvil para contemplar su obra. Súbitamente comenzó a escucharse un gran ruido: todas las tumbas estaban siendo abiertas desde su interior. Infinidad de esqueletos salieron de la tierra y borraban las inscripciones de sus cruces para escribir lo que en realidad habíapasado. Pronto pude comprobar que todos habían procurado abusar de sus semejantes viviendo en la malicia, la deshonestidad, la hipocresía, la mentira, la calumnia, la envidia, el robo y el engaño. ¡Todos escribían su verdad! Su horrible y sagrada verdad que habían pretendido ocultar. Imaginé que mi amada también habría escrito algo y avancé en medio de las osamentas, que parecían no escuchar mis pasos, hasta que tuve que detenerme. ¡Estaba frente a mi! El velo negro que cubría su cráneo estaba raído.

Recordaba bien la inscripción de su cruz:

Amó, fue amada y falleció.

En ese instante pude leer:

Se escapó un día de tormenta para engañar a su esposo con otro hombre. Tanto se mojó que le dio una pulmonía que la mató.

Alguien debe haberme encontrado al amanecer, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.



Maupassant, Guy de. Cuentos clásicos de terror. Editores Mecianos Unidos S.A. Páginas 41-45

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