sábado, julio 02, 2005

Despertar un tanto brusco

Imposible prever la infinidad de trampas que la soledad tiende a los solitarios. No hay dos iguales, la experiencia ajena no sirve. Aun en una misma persona, cada una que aguarda es diferente.
A lo más que podemos aspirar es a tener ligeras sospechas sobre su accionar (y eso cuando ya estamos metidos hasta el cuello en su engaño). Hasta ese momento sabemos a dónde nos ha conducido su cruel mano.
Ella, una vez más, cayó en una de las múltiples trampas que tiene preparada la soledad para los incautos. Ella, la avezada, la experta, la tumbahombres que se comía el mundo a puños. Ahí está, desnnda, con una cruda que amenaza con enloquecerla. Junto a ella un desconocido, otro más, la misma y dolorosa canción de los últimos años: despertar en un frío e impersonal motel sin saber cómo llegaste, quién es el que está ahí a tu lado y sin saber si el acostón valió la pena.
Al principio, coqueteaba con la idea de encontrar el hombre ideal, la relación perfecta. Pero la realidad fue muy otra: cuerpos sin rostro y noches sin huella.
Encima del terrible malestar físico está esa inhumana náusea que viene de muy dentro, del último recoveco visceral donde una débil lucecita roja la conmina a detenerse, a hacer un alto para pensar un poco, a preguntarse. Es la soledad que no se vence con la mera presencia de un cuerpo extraño, ajeno. Una soledad que ni siquiera se comparte, que absorbe la soledad del desconocido y hace doblemente pesada la propia.
En el espejo del desolado baño del motel se mira con la inútil esperanza de acomodarse el cabello con el peine. En el rostro que refleja el azogue no se reconoce, sólo encuentra el recuento de años de tropezones y sinsabores, amargura.
En la recámara, el desconocido duerme entre ronquidos animalescos, es un simple bulto que cayó sobre las sábanas, una masa durmiente que no dejará ni un recuerdo. Ella se viste y sale a la calle contando los innumerables hoyos negros que llenan la calle y forman su vida. Está incómoda con esa ropa que le sienta como si fuera ajena, en ese cuerpo aún tiene huellas del desconocido. Piensa que debió bañarse para borrar con el agua y el jabón todo el pasado de una vez por todas, pero es demasiado tarde.
La frescura de las seis de la mañana casi logra borrarle la amargura y el desasosiego, casi le hace olvidar una noche que no alcanza un número en sus últimos años.
Camina por la calle desconocida, sin saber a dónde va y sin que le importe, ajena a los perros y a las personas que pasan a su lado. No ve nada ni a nadie. Rebusca en su bolso, una vez más falta la cartera y lo escaso de valor, encuentra la navaja suiza de aceradas y relucientes hojas, extrae la mayor y se la pasa por la garganta con un movimiento rápido y suave, que bien podría ser una caricia, un tic o un ademán para espantarse un insecto. Un intempestivo mareo le hace buscar con el brazo extendido el apoyo del muro blanco. Un generoso y vital chorro púrpura brota de su cuello, mancha el muro y su impoluta blusa blanca, en lo que es el fin de una trampa más de las que suele tender la soledad.



Arellano, V. 1999. Llámalo locura. México. Colección Asteriscos.

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